Siempre me he atribuido a mi mismo el atributo de deportista. Pese a que en los últimos años apenas me he movido, salvo alguna escaramuza de fútbol o baloncesto, cuando llegaba a la montaña me calzaba las botas y adelante, a caminar. El jueves, mi primer día en los Pirineos, comencé con cierta fuerza. Anduve (no andé) un rato largo, o al menos eso creí, que me llevó a subir unas duras rampas. Mientras avanzaba, reflexionaba interiormente y me decía algo así como, “no estoy en tan mala forma”, o “todavía mantengo el espíritu de atleta”.
En esto que, al pasar una curva de la pista forestal en la que me encontraba y me encontré con un hombre que caminaba muy despacito ayudado de dos bastones porque tenía las piernas fatal. En esto que avancé unos metros más y observé a dos abuelillas andando, la una agarrada a la otra. Mi gozo en un pozo, que dice el refrán. “Estoy en un estado de forma lamentable”, me dije plenamente convencido.
Ante dicho escenario, sentí un arrebato interno. Tenía que seguir. Y lo hice. Logré caminar al término del día más de seis horas, incluyendo una subida a un pico de más de 2.500 metros.
A las ocho de la tarde estaba cenando y a las diez estaba en la cama. Y tardé poco en empezar a dormir.
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